Obstinarse en seguir de manera inflexible una ruta determinada puede convertir un placer en una obligación y obligaciones ya tengo suficientes el resto del año. Seguir uno de los muchos caminos de Santiago es cómodo al estar señalizados y tener fijado de antemano un destino pero… hay otras rutas. Y ya tengo claro que lo que realmente estoy haciendo los últimos años es un ejercicio de desconexión de la realidad con billete de vuelta. Una tregua, un paréntesis, antes de regresar a la rutina de responsabilidades y preocupaciones del día a día. Viajar a mi ritmo, con las únicas preocupaciones de dónde comer y dónde dormir. En resumidas cuentas, vida sencilla. Hacer kilómetros forma parte del viaje pero no es un fin en sí mismo, al menos para mí. Se trata de conocer otros lugares, su gastronomía y, sobre todo, las personas con las que te vas encontrando aunque sea de manera fugaz. Y me apetece volver a coincidir con dos septuagenarios que desprenden vitalidad por los cuatro costados.
Bueno. Prosigamos con el relato que me estoy poniendo en plan trascendente y no quiero que me denuncie algún fabricante de somníferos…
Sábado, 13 de
Septiembre
El jolgorio de la calle no me ha
impedido dormir como un tronco pero sigo
sin resolver mi dilema. La ciudad está de resaca. Calles vacías y casi
todo cerrado a primera hora. Además, el
cielo tiene un color gris oscuro que no presagia nada bueno.
Mientras desayuno recibo un nuevo
mensaje de los amiguetes franceses. Finalmente hicieron noche en El Ferrol y se
encaminan a La Coruña “doucement”. Mientras
repito desayuno (no sé por qué se extraña el camarero…) empieza a escucharse un
sonido que al principio confundo con la típica despertá (traca matinal en mi tierra) pero no, está tronando…. Caen las primeras gotas al salir del bar y
poco después empieza a diluviar. Me refugio bajo el toldo de una terraza y la
propietaria del establecimiento me dice que lo normal es que no pare de llover
en todo el día. Pues ya lo tengo claro. Hay que cambiar de aires para que esto no se convierta en una tortura. Me voy a La Coruña.
Consigo contactar con una empresa
de alquiler de coches. ¿Qué para cuándo lo necesito? Pues para ya. Son las diez
y media y me confirma la operadora que puedo tener un vehículo para las doce.
El punto de recogida está a las afueras de Oviedo. Llego a la oficina de la
agencia, me confirman la reserva y llega el momento de pagar. Normalmente las compañías que te permiten dejar
el vehículo en otra ciudad exigen que el pago, si no es en efectivo, se haga
con tarjeta de crédito. Dispongo de VISA (y yo que pensaba que esta tarjeta era
para millonarios hasta que descubrí hace unos años que se la daban a
cualquiera, incluso a mí). Se la muestro al de la agencia pero le advierto que
“como me pida el pin nos vamos a reir
un rato porque no me lo sé”. Cosas de no utilizarla. Me debe de ver cara de
honrado porque acepta que pague con la tarjeta de débito….Barata no me sale la
fiesta pero es lo que hay.
La ruta no tiene pérdida. Por la
autovía A-8 hasta final de trayecto. El cochecillo que me toca en suerte es
demasiado “modelno” para mí. Hasta que me incorporé a la autovía cada vez que
detenía el coche el motor se paraba y por arte de magia se ponía en marcha
cuando pisaba el embrague (sistema star&stop
lo llaman, ahhhh….) y cuando entraba en un túnel y accionaba el interruptor de
las luces sólo se encendía el testigo de
la larga pero no la de cruce (asistente
de luces lo llaman, ahhh……). Mira que estoy desfasado. Además, me resulta extraño que adelante a
tantos vehículos con lo relajado que voy. Me considero un tipo prudente, y más aún si llueve, pero por mucho que desacelerara no había
manera de circular a la velocidad permitida. ¡Pues sí que corre el bicho éste! Y
tanto…. (A finales del mes de octubre
recibí una carta de “felicitación” de la Dirección General de Tráfico por mi
rápido desplazamiento. Jodíos radares. Esto con la bici no me pasa).
Tres horitas para recorrer casi
trescientos kilómetros y una hora dando vueltas para encontrar la estación de
Renfe, lugar de entrega del coche. Pues ya estamos en La Coruña. Bajo tranquilamente hasta el centro hasta que me doy de
bruces con el Paseo de Riazor. Llamo a los franceses pero tienen el teléfono
apagado. Imagino que todavía no han llegado. Para hacer tiempo, y de paso
estirar las piernas, me doy un garbeo de
diez kilómetros por este famoso y bonito paseo marítimo. Sin tenerlo previsto
he acabado conociendo, aunque sea de pasada, otra ciudad que no conocía. Y en
estos últimos años van unas cuantas: Pamplona, Logroño, Burgos, León, Toledo, Ávila,
Sevilla, Mérida, Cáceres, Salamanca, Zamora, Orense y, cómo no, Santiago.
A las siete los amiguetes siguen sin dar señales de vida. ¿Mira que si me han dejado “plantá”? Son gente seria así que confío en que tarde o temprano respirarán pero por si acaso me busco un hotelito por los alrededores que ya no son horas de ir por ahí marcando paquetillo…. No será muy moderno pero está bien situado. Limpio y funciona la ducha. Pues de lujo. Me doy un agua pero hoy me ahorro el lavado de ropa. Nueva llamada y otra vez sale la “secretaria” diciéndome que el teléfono no está operativo. Miro la hora y está a punto de empezar el derbi madrileño. Encuentro una pastelería con terraza y poca gente: el “paracaidista” que aquí escribe y un coruñés entrado en años que parece del Atleti de toda la vida a juzgar por el berrinche que se toma cada vez que señalan una falta a favor de los de blanco.
Lo de pisar el pedal debe de
valer también como deporte a juzgar por el hambre que tenía. Mientras ceno
recibo, ya era hora, noticias de mis amigos fugitivos. Han acabado en Pastoriza, cinco kilómetros después de
La Coruña. Pues posponemos el reencuentro para mañana.
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